El autorretrato feminista: Élisabeth Vigée-Lebrun


En los años previos a la Revolución Francesa, este óleo encarnó la aspiración de las mujeres a liberarse de las constricciones de la moda y afirmarse por sus méritos

Élisabeth Vigée-Lebrun fue la gran pintora de la aristocracia francesa a finales del siglo XVIII. Autora de más de 800 retratos, se convirtió en la retratista favorita de la reina María Antonieta, a la que pintó en 35 ocasiones. Pese a su éxito y a que ingresó en la Academia de Pintura francesa, no fue una artista convencional. En sus retratos no se limitaba a reproducir a modelos, sino que quería revelar su carácter y actitudes, a la vez que las idiosincrasias de su época. Más particularmente, sus retratos describían un nuevo ideal femenino que ella misma encarnó en una obra realizada cuando tenía 27 años y que afirmó su condición de artista: el famoso Autorretrato con sombrero de paja, conservado en la Galería Nacional de Retratos de Washington.

Frente a la artificiosidad característica del rococó, Élisabeth se inclinó por la propuesta de sencillez que marcó los años anteriores a la Revolución francesa, cuando se difundía el ideal de la vuelta a la naturaleza propugnado por el filósofo Rousseau. Colocada en el centro de la composición, y mirando directamente a su público, la pintora se retrataba con melena suelta y sin empolvar, un peinado aparentemente informal que había puesto de moda la reina María Antonieta en 1781 tras el nacimiento de su último hijo, llamado por ello coiffure à l’enfant, «peinado del niño». Encima la pintora lucía un sombrero de paja decorado con una pluma de avestruz y unas flores frescas.

Sonrisa insinuante

De acuerdo con su carácter enemigo de la artificiosidad, Élisabeth rompía con la moda del maquillaje, ya que lucía una tez natural: su rostro se mostraba sombreado por el ala de la pamela, que enmarcaba unas cejas sin depilar y unos labios entreabiertos y rosados. A pesar de camuflar la boca mediante esta sombra sutil, se entreveían los dientes, cuyo brillo es similar al fulgor nacarado de los pendientes. Vigée-Lebrun gustaba de pintar sus modelos adultos con la boca entreabierta, un rasgo de naturalidad que contrastaba con la pose solemne de los retratos aristocráticos y que fue objeto de críticas.

La pintora llevaba un vestido rosado sin armadura interna (esto es, sin el típico panier que abombaba las faldas), que recordaba el de las damas de las Antillas francesas, por lo que recibió el nombre de «vestido a la criolla». También era llamado «vestido camisa» a causa de su semejanza con la pieza de ropa interior llamada en la época chemise (camisa), tanto por la finura y sencillez de las telas como por ser un vestido ajustable. Élisabeth se ceñía la cintura con una amplia cinta de raso de seda de color marrón y, creemos, también las mangas anchas bajo el delicado chal negro. El escote redondo guarnecido con volantes y terminado con encajes y un gran lazo combinaba con los puños de sus mangas.

El cuadro era también un acto de afirmación de la autora, que se presentaba como una dama moderna e independiente y sostenía las herramientas de su trabajo: una paleta con colores y unos pinceles manchados.